Casi todos hemos sido microempresarios, pequeños emprendedores o autoempleados en algún momento. Aunque mis primeros quince años de vida laboral fui funcionario público en el banco central de reserva, en los duros años de Alan García a fines de los 80s complementaba ingresos haciendo taxi a la salida de la oficina. Desde esos años y en varias etapas pasé a buscar dineros extra haciendo estudios e investigaciones, persiguiendo concursos y fondos por aquí y por allá. Cuando opté por dejar el BCR y ser docente universitario, también complementaba ingresos haciendo trabajos para diversas instituciones, nacionales e internacionales, muchas veces haciendo dos o tres chambitas a la vez. Lo cierto es que, estar cachueleando y buscando nuevas formas de ganar dinero no es nada raro para un peruano. Yo también he sido, y de alguna manera sigo siendo, microempresario del autoempleo.
El asunto es que para sobrevivir y buscar caminos de progreso, los peruanos y peruanas somos ingeniosos y trabajadores, nos la vamos buscando por aquí y por allá. No nos queda de otra. Hay negocios que tienen un espíritu propio y no es fácil conciliar lo económico con los principios; que este semanario se haya mantenido vivo por 683 ediciones durante más de trece años no es poca cosa. Su director además se ha dado tiempo para escribir varios libros y ahora complementa el semanario con un podcast. Vaya faena.
Este camino no es fácil y para la mayoría de peruanos y peruanas, no ha sido muy exitoso. Algunos micronegocios se mantienen a lo largo del tiempo, como los puestos del mercado, los taxis y el taller de mecánica automotriz de barrio; a menudo permiten a sus dueños mantener a sus familias, mejorar lentamente sus viviendas y pagar la educación de sus hijos; difícilmente logran acumular mucho más. En esa historia seguramente han pasado momentos duros; la pandemia se trajo abajo muchos negocios, algunos ya nunca más abrieron, otros se reacomodaron como pudieron aunque las condiciones fueran más difíciles porque, al final de cuentas, alternativas casi no hay.
Siempre es posible, contra viento y marea, apostar por algo nuevo. Se sabe, sin embargo, que la mayor parte de microempresas, en algún momento salió la estadística de que era un 70 por ciento, los que no sobrevivían más de uno a tres años. Casi cualquier cosa que se piense, ya la están haciendo muchos, y si es algo nuevo, no es tan fácil llegar a un número de clientes suficientemente amplio para tener sostenibilidad. Además, ahora la situación parece particularmente complicada: a la recesión se suma la inseguridad ciudadana tremenda y un transporte urbano que nos consume la vida, agravados por un gobierno dictatorial, corrupto e inepto, donde Congreso, Dina y Porky van de la mano muy felices. Por eso el fracaso no es, en este mundo de microempresarios, algo raro, y lamentablemente cuando sobreviene a menudo arrasa con los escasos ahorros apostados, afecta la autoestima y golpea las relaciones mejor consolidadas. Distinto es, claro, para quien es hijo de millonario y sabe que igual podrá mantener una vida llena de lujos, en especial si las grandes fortunas y herencias siguen sin pagar ningún impuesto.
EL MERCADO
Desde una mirada económica, la principal razón por la que hoy es tan difícil tener una empresa progresando es el mercado interno: la clave para cualquier negocio, mínimo o mediano, de sobrevivencia o con esperanza de progreso, es vender. Y la calle está recontra dura porque la gente está misia. Hay miles de trabajadores de la industria y la construcción que no tienen chamba o que ya no hacen horas extras como antes. El gobierno aplica un ajuste fiscal mientras regala millones a las grandes empresas en exoneraciones tributarias (y a Oscorima). El salario se ha reducido fuertemente gracias a que la inflación se ha comido su valor real y las empresas no ha ajustado los sueldos de la misma manera; como recordaba Oscar Dancourt recientemente “cuando hay inflación los precios suben por el ascensor y los salarios por la escalera”, sobre todo en Perú donde los sindicatos tienen poca fuerza porque a cualquiera que reclama lo despiden sin más. Todo eso ha deprimido el mercado interno. Increíblemente, los grandes defensores de la “economía de libre mercado”, los que levantan el dedo acusador contra la izquierda, no se inmutan cuando el mercado está recesado y solo proponen que aguantemos hasta que los inversionistas privados se animen, cuando lo que hace falta es una política macroeconómica que levante la demanda, como está funcionando muy bien hoy en Estados Unidos.
Nos cuentan el cuento que todos podemos ser muy exitosos. El “tú si puedes” nos lo repiten a cada rato. A millones de peruanos no les queda otra que intentarlo, porque ¿de qué vivirían si no? Pero es como si nos dijeran que en una carrera todos podemos llegar primeros. Algunos pueden llegar adelante, pero lo que no puede suceder es que todos lleguen primeros. Lo mismo sucede hoy en el reducido mercado limeño. No todos puede tener gran éxito en sus ventas ya sea que se trate de restaurantes, de taxistas o de peluquerías, por el simple hecho de que no hay suficientes compradores con dinero en sus billeteras. La situación actual para los microempresarios en el Perú es algo parecido al “juego del calamar”: todos corren, pocos sobreviven, uno de cientos gana. Ese uno, claro, siempre es muy propagandizado. Son los billonarios, que cuentan con una gran empresa usualmente con una posición de monopolio y muy buenas conexiones con el poder político, adecuadamente engrasadas para que los favorezcan.
Estamos mal. Lo que se necesitamos es una salida colectiva, nacional, con otra economía, que ponga el empleo y bienestar de los peruanos por delante. Pero Dina Asesina mató a una cincuentena de peruanos en las calles, y hoy apoyada por el congreso fujimorista persigue hitlerianamente a quien se le oponga – esta semana tenemos los ejemplos de Harvey Colchado y Rudecindo Vega. Entre la represión y el asco que dan quienes hoy dominan el congreso, acogotados por la necesidad de trabajar muchas horas para poner comida en la mesa familiar, muchos hoy dejan de lado la necesidad de protestar y de salir en defensa de la democracia. Es entendible. No hay nada que reclamar ahí, que quede claro.
Algunos recuerdan esa frase del dictador Odría: “la democracia no se come”. Para quienes tenemos pensamiento social, una verdadera democracia es aquella que respeta determinados derechos de sus ciudadanos, entre ellos, el derecho a la alimentación. Décadas atrás un famoso libro del premio nobel de economía Amartya Sen demostró que las hambrunas generalizadas, en las que murieron millones de personas, sólo habían sucedido en ausencia de democracia. Así que, de alguna manera, la democracia sí da de comer. El problema en el Perú no es que seamos una excepción a esta regla, es que ya no somos una democracia.
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