A nivel internacional, en la última década ha habido múltiples estudios en torno a cómo la desigualdad económica genera impactos sociales y de salud negativos. ¿En qué aspectos se ha planteado que la desigualdad genera problemas sociales? Un libro bastante influyente, que recoge muchas investigaciones previas de los autores y de otros, es el libro de Richard Wilkison y Kate Pickett titulado en castellano “Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva”, aunque una traducción más fiel del original en inglés habla de “Porqué a las sociedades más iguales casi siempre les va mejor”

La lista de problemas sociales causados o aumentados por la desigualdad según Wilkinson y Pickett es larga, y para cada uno de ellos su libro presenta gráficos, análisis estadístico y amplias referencias académicas. Entre otros incluyen efectos negativos sobre vida comunitaria y relaciones sociales, salud mental y drogas, salud física y esperanza de vida, obesidad, embarazo adolescente, rendimiento académico, violencia escolar y juvenil, encarcelamiento y movilidad social.

Ojo que lo interesante de este análisis es que diferencia los efectos de la desigualdad de aquellos de la pobreza. Me explico mejor: es bastante claro que la pobreza, incuso pensada solo en términos de deficiencia absoluta de recursos materiales, tiene efectos negativos sobre la salud física y mental, la educación y otros problemas sociales. Es también claro que la desigualdad agrava la pobreza; en un país o espacio dado, existiendo determinado nivel de producción e ingresos, mientras más desigualmente se distribuyan estos habrá mayor pobreza. Lo particular de los estudios y el libro de Wilkinson y Pickett es que encuentran que este efecto negativo de la desigualdad sobre la salud física y mental, la educación, la violencia y los lazos sociales se produce en sociedades afluentes, ricas, donde no hay falta de recursos y casi no hay pobreza. En otras palabras, además del efecto indirecto de la desigualdad, intermediado por la pobreza, sobre distintos problemas sociales, existe también un efecto directo. Quien fue el pionero en esta tesis fue el sociólogo inglés Michael Marmot, quien a lo largo de varias décadas en una serie de investigaciones conocidos como los “Whitehall studies”, encontró lo que él llamó el “síndrome de status”: aunque los funcionarios públicos ingleses no fueran pobres, el encontrarse más debajo de la escala social aumentaba su mortalidad por problemas del corazón, asociado a mayor obesidad mejor ejercicio, menor descanso, otras enfermedades y presión alta. Marmot fue luego reconocido por su trabajo siendo nombrado presidente de una comisión de la Organización Mundial de la Salud sobre los Determinantes Sociales de la Salud, que contó entre sus miembros al premio nobel de economía Amartya Sen.

¿De qué manera la desigualdad afectaría la salud y generaría otros problemas sociales? En el campo de la salud, se ha investigado que, dado que naturalmente nos comparamos con otros en la escala social, la desigualdad promueve sentimientos de frustración y pérdida de autoestima, generando stress, ansiedad y depresión. Estos problemas de salud mental a su vez tienen efectos físicos como presión alta y condicionan conductas menos saludables, como el sedentarismo y malos hábitos de comida. También tiene efectos sobre la asistencia al colegio y la capacidad de aprendizaje.  A nivel social, se plantea que quienes se encuentran en esta situación de tener un status disminuido reaccionan de diversas maneras, ya sea buscando recuperar la autoestima mediante relaciones no saludables (embarazo adolescente) o recurriendo a la violencia, algo que se ha encontrado incluso en niños y jóvenes, o al robo y la delincuencia como forma de conseguir los bienes materiales que, en el sistema predominante, se requieren para ganar status.

Hay que resaltar además que el problema de salud mental no es un asunto menor en nuestro país, aunque hemos estado mal acostumbrados a menospreciarlo, estigmatizar a quienes lo sufren y considerarlo un problema individual y no social. Según el estudio de “Carga de Enfermedad” que es la base estadística y epidemiológica para las políticas de salud, la causa número uno de enfermedad en el Perú son las neuropsiquiátricas, entre las que destaca la depresión con 224 mil años de vida saludable perdidos, y en segundo lugar están las llamadas “lesiones no intencionales” entre las que tiene un lugar destacado las causadas por actos de violencia.

El planteamiento de Wilkinson y Pickett sin embargo no ha dejado de ser polémico, existiendo varias investigaciones con resultados contradictorios sobre el tema. Una reciente tesis doctoral de Ioana Van Deurzen de la Universidad de Tilburg University, aunque se basa en datos mundales, obtiene algunos resultados particularmente relevantes para nuestro país. Uno primero es que encuentra que una mayor desigualdad genera un menor acceso a los servicios de salud y un incremento de la anemia, algo que vale la pena tener en cuenta dado el grave índice de anemia que afrontamos. Uno segundo es que encuentra que los efectos negativos de la desigualdad sobre la salud mental afectan a los países de ingresos bajos y medios como el Perú, países que no habían sido incorporados en el libro de Wilkinson y Pickett. Finalmente, van Deurzen encuentra que en la desigualdad genera más corrupción, y que este efecto es importante en producir infelicidad.

En otro ámbito de impactos negativos de la desigualdad, una revisión de los estudios sobre los efectos de la criminalidad, hecha por  Beatrice d’Hombres, Anke Weber y Leandro Elia, encuentra que la mayoría de investigaciones concluye que la desigualdad promueve comportamientos criminales. Hay dos teorías de sustento: la desigualdad hace que los empobrecidos puedan ganar más con los robos, y que hay un sentimiento de frustración en la comparación con los más ricos. Parece bastante lógico pensar que ese sentimiento de frustración se agrave cuando se percibe que buena parte de la riqueza acumulada por algunos grupos proviene de la corrupción.

LA CUESTIÓN DEL MODELO

No hay duda de que el sistema económico capitalista genera desigualdad. Durante buena parte del siglo XX, en especial en los países desarrollados, la actuación de un “estado de bienestar” otorgando derechos a la salud, a la educación y protección social, sostenido en base a impuestos progresivos que recaen sobre quienes tienen más riqueza, permitió amenguar esa desigualdad. Al mismo tiempo, sin embargo, en los países subdesarrollados las nuevas inversiones, al mismo tiempo que permitían un avance en el PBI per cápita, aumentaban la desigualdad.

De esta manera, la desigualdad, por los problemas de injusticia que son objeto de observaciones de carácter ético, además de sus efectos sobre la pobreza, ha sido considerada desde hace muchas décadas un problema crítico del desarrollo. Las nuevas evidencias sobre los graves problemas sociales que acarrea solo añaden más argumentos a la crítica. En los últimos años, sin embargo, la preocupación por la desigualdad ha saltado y se ha vuelto central en los países desarrollados, ya que a partir de los años 80s y 90s la desigualdad se ha incrementado fuertemente en Estados Unidos, Inglaterra y la mayoría de países desarrollados. Esta tendencia ha sido ampliamente documentada por estudiosos como Emmanuel Sáenz y Thomas Piketty, y sus causas son materia de intensas discusiones que no alcanzamos a detallar en este artículo.  Propuestas como un impuesto a la riqueza, planteado por Piketty, hoy es recogido en Estados Unidos por la senadora demócrata y pre-candidata presidencial Elizabeth Warren.

En los países en desarrollo, si bien la desigualdad ha sido amplia, el interés central ha estado en las discusiones alrededor de cómo generar una economía con crecimiento sostenido que provea de puestos de trabajo a una mayoría de la población.  Los modelos económicos que priorizan la extracción y exportación de minerales, petróleo y otros recursos naturales se asocian a mayor desigualdad, algo sobre lo cual hay clara evidencia estadística. Sucede que, a diferencia de negocios industriales o de servicios, en las actividades extractivas se trata de riqueza naturalmente concentrada; solo donde ha habido estados que han logrado capturar esas rentas y distribuirlas eficazmente se ha podido reducir la desigualdad, cuyo ejemplo más reciente es el de Bolivia. La riqueza concentrada, sin embargo, también da lugar a un poder político muy importante, que es utilizado por esos mismos grupos para mantener el modelo y evitar que se les cobren impuestos, sin tomar en consideración como eso afecta derechos básicos como los referidos a la educación y la salud.

Los casos exitosos de países asiáticos como Japón y Corea del Sur, han logrado generar mucho empleo y bienestar para su población sobre la base de una masiva industrialización orientada a la exportación. En el caso de China, un caso más reciente con un modelo más mixto de propiedad y relaciones estado-mercado pero también a una escala mucho mayor, el avance productivo y de empleo ha ido asociado con un fuerte incremento de la desigualdad.

La industrialización parecía una alternativa clara, aunque no fácil de lograr, de combinar progreso económico con empleo y bienestar en base a las experiencias asiáticas anteriores. Pero hoy, además de ser difícil de replicar por la masividad de la presencia de la manufactura china en los mercados mundiales, se suma un futuro en el que la robotización y la inteligencia artificial pone en duda los efectos sobre el empleo. Parece ser una razón para darle más peso a actividades diversas, generadoras de empleo, en base a empresas medianas y pequeñas, descentralizadas, que aprovechen el turismo en sus múltiples opciones, nuestra diversidad biológica con agricultura orgánica y productos con certificación de origen, nuestra diversidad cultural en lo que hoy se llaman las industrias creativas. Nada de esto será posible, sin embargo, sin superar el nudo gordiano de la concentración del poder económico y político y sus estrechos lazos con la corrupción.